por Nani Boronat
José Ibáñez Martínez , SOLI .(Villena 1931-2022)
Me permitiré en esta ocasión hablaros de «el fotógrafo de Villena». De uno de esos desconocidos, de uno de los muchos «desplazados» por la historia consensuada académicamente, quien, con oficio, talento y honestidad como reportero nos han dejado un legado documental que, gracias al empeño e insistencia de sus familiares hoy podemos enriquecer la historia documental de nuestra España del siglo XX. En parte porque me siento algo responsable, ya que no hace nada he publicado un extenso libro titulado La musa precoz (ediciones LIBROS.com) de 330 páginas de solo texto, sobre poética y antropología de la fotografía, en el que dedico el último capítulo a un breve recorrido histórico por la fotografía española, donde cité a unos cuantos «desplazados» por la historia de la fotografía en un momento en el que no tenía constancia de la existencia de Soli: el fotógrafo que dió setenta años de servicio documental a la ciudad de Villena. De haber sabido de su figura y obra, sin duda, que su nombre habría aparecido en más de un párrafo de mi libro.
A los pocos días de publicar mi anterior artículo, hace ya casi medio año — escribir acerca de aquello que nos apasiona tiene cosas como la de publicar sólo cuando uno cree que tiene algo que contar. Publicar sin fechas ni compromisos, dejando que los artículos reposen un largo tiempo en la cabecera del blog antes de pasar a la segunda posición cuando un nuevo artículo ocupa su puesto—.
Decía, que fue al poco de mi anterior publicación, cuando reciente estaba el fallecimiento de otro “Ibáñez”, me refiero al creador de Mortadelo y Filemón,— cuyos tebeos fueron mi primera escuela de dibujo; también de lectura—, recibí un mensaje de una desconocida, felicitándome por el artículo que recién había dedicado a mi sobrino Hugo; se trataba de la hija de un fotógrafo de Villena (Alicante) quien me puso al corriente del titánico y noble proyecto en el que se ha empeñado su familia por salvaguardar el legado histórico de un hombre que dedicó toda una vida profesional al fotoperiodismo como corresponsal gráfico de la agencia EFE, el Diario Información, La Verdad de Alicante y la prensa local de su Villena natal: José Ibáñez Martínez, más que el fotógrafo de Villena era los ojos de Villena.
Por doble motivo sentí interés por el tema: primero, porque José Ibáñez Martínez pertenecía al extenso grupo de fotógrafos que en mi libro califico como “los desplazados”. Se trata de fotógrafos de oficio, quienes, por circunstancias de lo que en las décadas cuarenta y cincuenta, y debido al aislamiento internacional que padecía nuestro país, su trabajo no trascenció más allá de Villena y sus alrededores. Segundo, porque que en un radio de apenas 20 kilómetros en torno a dicha localidad alicantina tengo enterrados a todos mis antepasados; y porque al investigar la vida y obra de este fotógrafo, siento que pudo haberse encontrado en más de una ocasión con mi padre o con mi tío. Soli podría haber sido el autor de las fotos de las orlas escolares o de la primera comunión de mi padre, una década más joven que él.
Entre los villenenses así como en el gremio de fotógrafos se le apodaba “Soli”, diminutivo éste de Solimán. En cuestión geopolítica Villena representa a una de esas “tierras de nadie” — en realidad se debería decir tierra de muchos puesto que aun perteneciendo a Alicante es como un punto común a cuatro provincias: Albacete, Alicante, Valencia y Murcia; también a tres comunidades autónomas: Castilla-La Mancha, Comunidad Valenciana y Murcia. Si añadimos la herencia de los tres pilares culturales que suponen las tradiciones judía, mora y cristiana tan arraigadas a la vida en aquellas comarcas, nos encontramos que en lugares como Villena es normal que surjan personas con la sensibilidad estética que tenían personas como Soli; o como José Martínez Ruíz, alias “Azorín”, en la vecina Monóvar; o, unos cuantos kilómetros al sur, en la cercana Orihuela, el poeta Miguel Hernández. Curiosamente siendo alicantinos los tres ¡qué apellidos tan castellanos! Ibáñez, Martínez, Ruíz y Hernández.
El mote de «Solimán» lo heredó de su padre, su abuelo y bisabuelo. “Solimán el Magnífico”, así le estiraba el mote su amigo el escultor Antonio Navarro Santafé. Artista este último al que bien conocen los madrileños puesto que el icónico bronce del oso y el madroño situado en Puerta del Sol lleva su firma. Antonio Navarro acertaba al magnificar a su amigo. Con su instinto de escultor apreciaba la magia en los negativos que salían de las cámaras de «solimán». La cámara de Soli era como esa «aladina» lámpara de la que emanaban las más extraordinarias fotografías. No sólo aludiremos en él una extraordinaria labor documentalista ya sus fotografías hablan por sí mismas. Percibimos en ellas, aparte de la bondad, la generosidad, la humanidad y el sentido del humor que impregnaba su autor. Algo que nos lleva a comprender mejor el “aura” que posee la verdadera obra de arte, de la cual, nos instruía Walter Benjamin en fechas más o menos cercanas a los primeros coqueteos de “Soli” con su primera cámara fotográfica; o también, el concepto de punctum y estudium, definidos por Roland Barthes en su libro La cámara lúcida. Todo eso lo hallamos en las fotografías de Soli y en las de tantos otros anónimos, quienes, como él, han desarrollado el oficio de “fotógrafo local” por toda nuestra geografía ibérica, en unos años, que se han incluido en la llamada época gris correspondiente a las décadas cuarenta y cincuenta del pasado siglo veinte. Eran tiempos del buen blanco y negro, cuando las cámaras significaban para un fotógrafo algo parecido a lo que para el músico es la relación con su instrumento, el cual lo adquiría al inicio de la carrera para así mantenerlo durante décadas a su servicio (esto, hoy, con la dinámica de la obsolescencia acelerada y con la trágica dependencia a la que la tecnología y el mercado nos tiene sometidos, resulta inconcebible). Recomiendo que lean mi antiguo artículo titulado “El Chelo de Rasim”.
Cuando inicié esta andadura como columnista para el blog de Fotografiarte, una de mis imposiciones fue que todas las fotografías incluidas en los artículos serían de factura propia. No tardé en romper esa imposición. En mi anterior artículo que dediqué al mejor modelo del mundo tomé prestadas y consentidas de su autor imágenes de los catálogos y sesiones en las que como modelo participó mi sobrino. En este artículo dedicado a “Soli” lo he vuelto a hacer; así, la faimilia de Soli y quien dirige este complejo proceso de investigación, Roberto López, han puesto a mi disposición el uso de cualquier imagen gestionada por el equipo de investigación para la elaboración de este artículo. Me he permitido, además, someterles a algún que otro capricho mío; pidiéndoles que improvisen una fotografía con el teléfono móvil de un bodegón con algunas de las cámaras que la familia conserva de Soli. Esta imagen para mí era importante pensando en el tipo de público al que destino mis artículos, que sé que apreciará esta fotografía en la que muchos reconocemos los cuerpos y objetivos que pululaban por los armarios y trasteros en casa de nuestros abuelos.;
Parece que, en cuanto a cámaras, Soli se decantaba más bien por las americanas y japonesas que por las alemanas. Observamos que aparecen un par de Pentax. Una de ellas es una spotmatic, un auténtico tanque famoso por ser la herramienta fotográfica de los agentes del FBI. Increíble reconocer a una ampliadora “LAIK” de fabricación nacional, concretamente de la provincia de Tarragona; se trata de una joya museística por la que hoy los nostálgicos pueden comprar por poco más de 50 euros en internet.
En la secuencia de la película Los puentes de Madison en la que Fracesca Johnson (Meryl Streep) descubre en el interior del cofre que tenía años sin abrir el chaleco multi-bolsillos y las cámaras que su gran amor, Robert Kincaid (Clint Eastwood) le había dejado como legado junto a unas cartas. Muchos de los familiares de los fotógrafos fallecidos se sentirán emocionados y empáticos con Francesca, al tratarse de una realidad compartida por los herederos que no han seguido con el oficio de su padre o madre fotógrafo. El hecho de encontrarse con unos “cacharros” (así es como últimamente en la jerga de coleccionistas se refieren a las cámaras de antaño) en sus manos sin saber exactamente qué hacer con ellos. Conscientes de que su venta hoy día es, prácticamente como regalarlos; unido al sentimiento de no ser capaces de desprenderse de esos objetos en los que tienen inscritas las huellas dactilares de su padre, hermano o hijo. Es esto una experiencia que muy bien conocen los familiares de los tantos reporteros de guerra caídos en acto de servicio, algunos de ellos muy jóvenes. Recuerdo como una amiga que conocía bien a la viuda del reportero Julio Fuentes, fallecido en Afganistán en 2001, cedió todo el equipo de su marido para la creación de una academia de fotografía, precisamente en el país donde había perecido su esposo.
No hay fotógrafo que no mime su equipo, que lo limpie, repare o engrase (entiéndase lo de engrasar como metáfora hoy en día en que las cámaras pocas ruedas dentadas, embragues y palancas traen en su interior), y que lo guarde en vitrinas, maletas o cofres. Y cuando estas personas fallecen, sus familiares, se encuentran con unos objetos que cobran vida, que conservan las infinitas huellas dactilares de quien fuera su operador. Entonces esos “cacharros” adquieren una dimensión especial para los herederos.
Si hoy los villenenses pueden conocer el aspecto de la legendaria Torre del Orejón, o rememorar el “Chicharra”, un tren que en 1882 realizaba el trayecto de Villena-Alcoi-Yecla y que dejó de dar servicio un 30 de junio de 1969 con su último recorrido que partió de Villena a las 19:30 horas con destino a Yecla y Jumilla; fue porque aquel final de trayecto espacio temporal fue registrado en las cámaras de Soli. Si el recuerdo de la hoy extinta Torre del Orejón pervive entre los villenenses es gracias al valor que Soli dio a una fotografía que llegó a él y que se cree que fue tomada a finales del siglo XIX. Fotografía que con todo su oficio y empeño re-fotografió cuidadosamente con su Kodak de 9×12.
Conocedor y amante de su oficio, Soli, desenterró del olvido aquellos objetos testimoniales porque sabía bien del valor artístico documental y antropológico que contenían.
(Llegados a éste punto, conforme he ido avanzando en el conocimiento de este maestro fotógrafo, ha llegado el momento de referirme a él como don José Ibáñez).
Seguramente con más mimo del que habría puesto en ellas si se hubiera tratado de fotografías suyas, don José Ibáñez; primero, fotografiando; posteriormente, en una acción de cirugía en la ampliadora, rescató la Torre del Orejón de las fauces del olvido, para ponerla al servicio del imaginario de todos los villenenses.
La historia consensuada de la Fotografía todavía está algo verde, (he escrito un libro sobre esto) y más aún la nuestra española —es una asignatura que tenemos pendiente—. Conocemos del empeño de la Reina Isabel II, a mediados del siglo XIX, por construir un archivo fotográfico lo más ámplia posible de la geografía paisajística de nuestro país; invitando para tal empresa a los más célebres fotógrafos del momento. Fueron mayormente retratistas de paisajes franceses e ingleses, como Charles Clifford o Jean Laurent. Lo que es vital para la historia de nuestra fotografía española, es el dato de que aquellos fotógrafos extranjeros que se aventuraron a recorrer una tierra que sentían exótica e inhóspita, lo primero que hicieron fue contratar a personas locales para que les acompañaran, haciendo a la vez de guías, de intérpretes y mozos de carga. Mozos que terminaron por aprender el oficio, y que serían la primera generación de fotógrafos españoles. Fotógrafos como Pla Janini, Ortiz- Echagüe, etcétera.
La fotografía que cayó en manos de Soli presentaba una vista general de Villena en la que aparecía al fondo la desaparecida torre. Parece que se conservan dos fotografías sobre la Torre del Orejón, una de autoría de Jean Laurent, que está hoy en los archivos de la Biblioteca del Palacio Real de Madrid. Fue un encargo de la reina Isabel II a Jean Laurent con motivo del viaje inaugural de la línea de tren Aranjuez-Alicante en 1858. Laurent retrató todos los pueblos y ciudades por donde iba pasando el tren, entre ellos estaba Villena y por aquella época aún estaba la famosa Torre del Reloj, conocida coloquialmente como Torre del Orejón, porque cuando daba las campanadas aparecía un autómata grotesco, parece ser con las orejas muy grandes. Respecto a la segunda fotografía de la Torre del Orejón, de autor desconocido hasta la fecha y de la que no hay información de cómo llegó esa foto a las manos de Soli; es todo un misterio, el caso es que no pudo haber caído en mejores manos. El gesto que tuvo de preocuparse por aquellos documentos nos pide que al menos hagamos por su obra lo que él voluntariamente hizo por la fotografía de quien para él era un fotógrafo anónimo. Quienes le conocieron no dudan que su empeño tendría en averiguar tal enigma, y afortunadamente una foto destinada al olvido cambió de suerte cuando se encontró con Soli. Otra de las particularidades en las que desemboca el instinto de un fotógrafo, más aún en un fotógrafo cronista, es ese impulso detectivesco.
Don José Ibáñez Martínez era además todo un experto en meteorología, en la fauna y flora local; un experimentado pescador en las aguas del Vinalopó, Júcar y Mar Mediterráneo, y gran defensor de la naturaleza. No me extraña, en absoluto, puesto que sólo alguien con el instinto de la observación tan adiestrado como lo tiene un fotógrafo, aplicara tal instinto a todos los aspectos de la vida. Disfrutar de los paseos por el entorno villenense; a prevenir las catástrofes meteorológicas, que, cuando llegan a esa zona, los valencianos sabemos bien de su voracidad. Todo eso lo supo retratar mejor que nadie con sus cámaras don José Ibáñez “Soli”.
Unos meses han transcurrido desde que deposité aquellas primeras notas sobre Soli en la nevera de mi escritorio —con una primera frase titular que decía «SOLI: el fotógrafo de Villena» sobre un par de mustios párrafos— Hoy he podido retomar mi investigación con este artículo con el que quiero cerrar este año 2023. En parte me motiva, como he apuntado al inicio, porque alude a mis orígenes. Es la misma tierra, colores y aromas de mi infancia a los que esta investigación me transporta. Con ese poder que tiene la fotografía de situarnos en escenarios que representan periodos felices de nuestro pasado. Al pensar en Soli no puedo dejar de recordar a mi padre, en un niño diez años menor que él que crecía en un pueblo no muy lejos de Villena; con pantalón corto y sus rodillas perpetuamente encostradas; jugando a las dabas o haciendo bailar la “trompa” (peonza). Un niño que acompañaba a su abuelo a cazar pajarillos al amanecer, capturados con la ancestral técnica consistente en impregnar con pez unas ramillas de higuera que luego clavaban en la tierra. Un niño que, tras la lluvia, en compañía de su hermano salía al campo a recoger caracoles, distinguiendo perfectamente a los moros de los cristianos. La misma tierra en la que sus pueblos conmemoran las disputas medievales entre “moros y cristianos, con simulacros de fanfarrias y traca, las cruentas batallas de los tiempos de la “reconquista”; y que en los días de la infancia de Soli —y de Nino (mi padre)— tales batallas se reanudaban cada domingo en el campo municipal de fútbol —que probablemente era un patatal en desuso—contra los chicos del pueblo de al lado. En todo eso pienso cuando leo mis notas sobre don José Ibáñez Martínez y cuando contemplo sus fotografías en grises.
Quien conoce bien aquellas tierras de verdes tornasolados, las tierras ocres y oliva que se tornan cítricas en el verano, generando las más variadas gamas de color que son un tesoro nunca bien apreciado por quienes habitan aquellas comarcas en esa tierra de nadie que es la mancha levantina. Un crisol de contrastes naturales, sumado a la herencia de tres culturas. Una tierra de jilgueros, pinzones, de tordos, verderones y abubillas; donde, tras las apreciadas lluvias, se pueden llevar a cabo la recogida de los caracoles más sabrosos que existen en el planeta. Tierra de almendros, a la que los cursis se han empeñado en nombrar “la toscana ibérica”. Más bien sería al revés. Una sinfonía de montículos que mejoran a los fondos de Leonardo da Vinci. La virgen de las Rocas hubiera sido pintada a las afueras de Villena, de Biar, de Onteniente, Castellón de Rugat, Fuente la Higuera… La misma tierra que pintaron Vicente Macip, Ribera «el españoleto», Juan de Juanes, los hermanos Ribalta…
Una materia prima al servicio de un ojo bien adiestrado, el de don José Ibáñez: «Solimán de Villena» que, insisto, gracias a la labor de su familia y de Roberto López, un técnico en gestión de proyectos artísticos y experto en arte contemporáneo, se ha puesto en marcha el titánico proyecto de digitalizar ordenar y gestionar el amplio archivo de seis décadas de trabajo ininterrumpido de documentación de la que sin duda consideramos que es la gran musa de “Soli”, Villena, su ciudad natal.
Como pintor, soy consciente, porque he experimentado y superado esa frustración inicial de tener que traducir a grises una paleta de color tan extraordinaria como la levantina que exige ser capaz de desarrollar un código de equivalencias complejo y desafiante. La fotografía en grises es una fotografía que ofrece mucho más colorido que la fotografía cromática, la cual, ofrece un espectro de interpretación bastante más limitado. Hay que aprender a descodificar la realidad. También a desconfiar de ella; algo que no resulta nada fácil. Grandes documentalistas como Robert Capa, Gerda Taro, Hemingway, Dos Passos, Orwell, etcétera, vinieron de pasada a retratar la esencia de una cultura milenaria que cada cierto tiempo se ve arrojada a una guerra entre hermanos. Sin embargo, otros lo hicieron tan bien o mejor que ellos. Me refiero “los de aquí”, a muchos otros tantos como nuestro Soli, el fotógrafo de Villena; cientos de cronistas «locales» que jamás pudieron degustar los manjares del reconocimiento internacional. Recordemos a Catalá-Roca (padre), a Sánchez Portela o a Agustí Centelles, por citar a los que hoy son más apreciados. Muchos son los nombres y cada población tenía uno de ellos, al menos. Hoy, afortunadamente y gracias al empeño de sus familiares, las nuevas generaciones están apreciando en la figura de todos estos “Solimanes”, los eslabones documentales de nuestra historia del siglo veinte. Fueron cámaras y camaradas de oficio que nunca se marcharon, que una vez terminada la contienda siguieron ejercitando la profesión, formando a su vez a otros jóvenes que les tomarían el relevo. Soli nació en 1931, cinco años tenía cuando se inició la contienda civil y ocho cuando terminó; por tanto, si se inició en la profesión de la fotografía en los años cincuenta, con el primer periodo franquista, en plena dictadura, estamos hablando de un testigo de un escenario muy dañado. Villena fue un lugar que sufrió especialmente los destrozos de aquella guerra. Toda la posguerra, el renacimiento y reconciliación de Villena y los villenenses estuvo bajo el compromiso y la atenta mirada de don José Ibáñez Martínez: Los ojos de Villena.
Basta con intercambiar un par de mensajes de voz en WhatsApp con su hija, para saber de qué pasta estamos hechos. Digo esto, porque la sensibilidad y emoción que ella transmitía mientras me contaba anécdotas de su padre, me estaba regalando sin yo pedírselo la posibilidad de llevar este texto a la parcela en la que verdaderamente disfruto, a la de las historias del blanco y negro, a la de las películas que nos suelen activar las fuentes lacrimales. Por eso me permito recordar con Soli, a Totó, el niño de “Cinema Paradiso”; también, a Tiberio, aquel fotógrafo “sin cámara” de la película Rufufú (I soliti ignoti. Mario Monicelli). Pienso en que aquel pueblo siciliano de la posguerra italiana en el que transcurre la historia de Totó bien podía ser la Villena en la que Soli daba sus primeros balbuceos como fotógrafo.
Su familia era bien consciente del importante legado que se ocultaba en los innumerables negativos archivados en las carpetas del fotógrafo de Villena; como perfectamente sabían de la odisea a la que se tenían que enfrentar si querían hacer justicia al recuerdo de un grandísimo fotógrafo a quien los locales reconocían como el ojo de Villena. Hoy podemos decir que queda muy poco para que el reconocimiento a la labor de Soli sea una realidad. Pronto podremos, no sólo la ciudadanía villenense sino todo aquel que sienta interés por este magnífico fotógrafo, disfrutar de un catálogo y de un espacio expositivo dedicado a su vida y obra, a la de un ilustre reportero que fue: don José Ibáñez Martínez, alias «Soli».
Para ampliar el contenido, os dejo dos enlaces importantes en los que se despliega información acerca de las casi dos decenas de miles de positivados, negativos, filmaciones en cine; es decir, de todo el material que Roberto López está clasificando, escaneando, restaurando y gestionando digitalmente.