Para describir como fotografié el violonchelo del maestro Rasim Abdullayev, quisiera arrancar con una referencia al concepto de «belleza». Podría para ello dirigirme directamente a fuentes primarias, como Platón por ejemplo, pero prefiero hacerlo a través de una cita extraída del libro “Cómo entender el arte contemporáneo” (ed. Amarante 2022) del historiador y profesor de arte, Rafaél López Borrego , quien, en el último párrafo de la página 27 nos dice :
«Una de las primeras definiciones de belleza fue realizada por Gorgias y aparece en uno de los diálogos de Platón, allí dice que “la belleza es aquello que produce placer por medio del oido o la vista”»
Precisamente, uno de los trabajos más placenteros que he realizado como fotógrafo se produjo hace pocos meses, cuando tuve conmigo durante un fin de semana el violonchelo del maestro Rasim Abdullayev (Bakú , Azerbaijan 1944).
Era una espléndida y soleada mañana de un sábado de primavera. Tenia el encargo de hacer la foto que iría impresa en el disco; así, que cargué con el chelo del maestro al hombro y con la bolsa de cámaras, y me desplacé e un estanque que hay a pocos metros de casa. La sorpresa fue encontrar que bajo aquel estuche de fibra de carbono se alojaba una auténtica escultura de madera, un joya realizada en torno al año 1900 por un luthier de Praga llamado Frantisek Spidlen (1867-1916)
Una de las cuatro cuerdas venía suelta y tuve que montarla nuevamente —sin necesidad de afinarla puesto que no se trataba de un concierto sino de una sesión de fotos—. El simple hecho de hacer girar aquella espiga, centenaria, que al rozar con el cuerpo del clavijero desprendía una embriagadora melodía que preludiaba una sesión que ya se presentaba como mágica antes de comenzar. Recuerdo como a tal sinfonía, se sumaron, el trinar matutino de los pájaros y el ruido provocado por la brisa acariciando la superficie de la charca y el sableado de los juncos. —Yo, que me confieso lector, y en mi clandestinidad también escritor de Haikus, reconocí en aquella escena a uno de estos versos japoneses, que además me incluía a mí como parte del poema. Seguramente que éste “cello” (violonchelo) es un instrumento muy difícil de hacer sonar, apto para muy pocos músicos experimentados, —estamos hablando de una madera añeja, con más de un siglo de antigüedad; incluso, el cardenillo depositado sobre sus cuerdas delataba muchos años dando servicio al maestro Abdullayev. Los destellos tornasolados, violáceos y anaranjados de aquella madera, eran generados por la incisión de los rayos del sol de Baviera en contraste con el verde del bosque y por el color berenjena de la charca. Todo ello me ofrecía un singular escenario lleno de posibilidades fotográficas.
Esta vez traje la Nikon D800, le calcé el ultron 40mm de voigtländer —una auténtica joya—; incorporé a la bolsa el 24 mm Tilt-Shift (descentrable) para jugar con los desenfoques en diagonal y aprovechando la anatomía del “modelo”, la fuga de las cuerdas, etcétera. La luz natural era perfecta para la idea que tenía y tan sólo había que situar el chelo en una buena posición, estudiar muy bien las sombras que arrojaba tanto sobre el suelo como sobre su propio cuerpo. Pero aquella situación pedía música, percusión!; requería de una cámara que se llevase bien con aquella joya y que hablase su mismo lenguaje. De modo que saqué a la “sultana”, la que desde hace treinta años ocupa uno de los bolsillos de la mochila: vi vieja “Hassel”50o C/M (Lo de poner nombre a mis cámaras es algo que copié hace mucho de BB.King al llamar “Lucille” a su guitarra). Cargué un ilford Delta 100 en su chasis, y me limité a generar mi propio concierto. El sonido de aquel espejo abatiéndose, la relojería del obturador, el paso de la película, todos esos sonidos acompasaron a una orquesta, en la cual, aquel instrumento con una vida plena de éxitos, de viajes, de teatros y salas de conciertos por medio mundo al servicio del maestro Abdullayev, sería esta vez un espectador. No sonaría y se limitaría a disfrutar de la música de otro tipo de orquesta, es decir, que el “chelo” y la “cámara” intercambiaron sus papeles. Tan sólo fueron seis fotos las que disparé de las 12 posibles en ese tipo de película, ese material todavía sigue alojado en el chasis de la “sultana” esperando a que lo termine y lo revele. El material “oficial” lógicamente salió de los “raw” de la D800; mientras que el material químico de aquella sesión forma parte de mi trabajo más íntimo, que espero en un futuro exponer. Luego llegaría el tratamiento correspondiente, los ajustes en postproducción, y el envío del material a la editora discográfica.
Mientras escribo estas notas estoy escuchando el disco en cuestión cuya carátula con mis fotos está abierta al lado derecho del teclado. Se trata de una recopilación de grabaciones para distintas cadenas de radio de la antigua Unión Soviética, que han sido limpiadas y remasterizadas por un equipo de profesionales en la ciudad de Praga.
En los dieciséis temas, acompaña al maestro Rasim Abdillayev su esposa, la pianista Almaz Mehdiyeva (Baku 1947). El resultado ha sido un disco muy recomendable, apto para los melómanos muy exigentes, del cual, únicamente se han editado 100 copias. Se trata por tanto de de un pieza para coleccionistas.
Tendemos a pensar en la fotografía como un un ejercicio monopolizado por el sentido de la vista. Cuando estudiaba la carrera de Bellas Artes, a principio de los 90, se nos hablaba de un fotógrafo ciego; de hecho, había un catálogo en la biblioteca de la facultad . El fotógrafo del cual no recuerdo su nombre —y así lo prefiero, puesto que se ha convertido en una especie de referencia, de ejemplo, de mito al que recurro en ocasiones en mis talleres sobre poética de la fotografía—, parece ser que había aprendido de algún maestro paciente los rudimentos de la fotografía. Con sus manos se limitaba a situar los elementos de los bodegones que luego fotografiaría; con la yema de sus dedos reconocía el relieve de los números del anillo del objetivo y del tambor de tiempos (no me gusta usar la palabra “velocidad” en fotografía); conocía la longitud de giro del anillo de enfoque del objetivo de su cámara. Fotografiaba en estudio, donde podía conocer la iluminación guiándose por la intensidad de calor que emitían las lámparas. Seguramente tendría un ayudante vidente, o puede que trabajase sólo, eso no lo sé; incluso seguramente el objetivo y los mandos de su cámara los tuviese “tuneados” con marcas para reconocer al tacto. El caso es que fotografiaba previamente, con la confianza y la experiencia de su tacto, con el dominio del espacio de su estudio; y seguro que también con el oído y con el olfato.
Peter Sloterdeijk, en el primer capítulo de su libro El imperativo estético, nos habla precisamente es este tema, de lo sonoro; así, nos sugiere una clave muy interesante cuando afirma que, es la vista, el último de los sentidos que el hombre pone en funcionamiento. Nos lo presenta como el más atrofiado de los cinco sentidos . No hay más que pararse a pensar en el feto, quien, alojado en la placenta, escucha los latidos de su madre —y seguramente que también la música del mundo exterior—. Pero además desarrolla el tacto jugando son sus manos, acariciando la membrana de su burbuja de líquido amniótico. Así, una vez nacido, empezará a alimentarse desarrollando con ello los sentidos del gusto y del olfato. Sin embargo, para que empiece a utilizar la vista faltarán unas cuantas semanas todavía. Es por tanto, la vista, el último de los sentidos que todo ser humano pondrá en funcionamiento; el más deficiente de los cinco, que muy pronto, se convertirá en el más importante . Todo, absolutamente todo, se puede decir que pasará de alguna manera por la mirada. Así, por la vista se juzga y se certifican las verdades: ¡mirar para creer!, ¡si no lo veo no lo creo!, los alimentos entran por la vista; también, las primeras experiencias eróticas se inician con la mirada.
No menospreciemos al resto de los sentidos cuando fotografiamos, puesto que en un momento dado pueden ser tan válidos como la mirada.
Hace un par de semanas, dos amigos de mi hijo adolescente se interesaron por la cámara que llevaba conmigo, de modo que rápidamente les explique en qué consistía aquel artilugio y cómo funcionaba. Por suerte aún no le había puesto carrete y pude abrir su chasis para dejarles que juguetearan un poco con ella. Era una Nikkormat de 1968, negra, con unas maravillosas perdidas de color por el paso de los años que descubren un esqueleto cobrizo entre sus aristas. Resultaba fascinante ver la cara de complacencia que mostraban aquellos dos jóvenes al escuchar los sonidos que se producían en el interior de la cámara. Como afectados por un efecto placebo, no podían dejar de pasar la palanca, y cargar el obturador y disparar para escuchar el sonido de las cortinillas, el sonido del espejo que se abatía y golpeaba, el muelle interno que se contraía y destensaba. Recurrí, una vez más, a al ejemplo del sonido de los pistones del cilindro de una Harley Davidson. Estoy convencido de que, al menos, uno de aquellos muchachos muy pronto comprará una “nikkormat”: se le vía en la cara. Y no es casual , que en los últimos dos años, esté apreciando por las calles de Múnich ( mi ciudad actual) como cada vez más jóvenes pasean con viejas cámaras de fotografía “arcaica” colgadas al cuello (tampoco me gusta denominarla “analógica”, eso lo explicaré en algún próximo artículo) .
Jorge Luis Borges dijo en una ocasión que «el poeta es un ser que juega, que juega con las palabras y con los símbolos y que además se complace». Es maravillosa esta apreciación, además se puede aplicar a muchas facetas de la vida. El ser humano juega por instinto —es un homo Ludens—, lo hace desde que nace y no deja de hacerlo nunca; con el tiempo, sólo cambian los juguetes: así, el arquitecto se inicia con el lego, el ingeniero con el mecano; y el niño que intercambia cromos de futbolistas en el patio del colegio o que colecciona canicas terminará siendo un galerista, un gestor de un museo o un coleccionista de arte; y seguramente, el travieso que espía por la mirilla de la puerta terminará convirtiéndose en fotógrafo.
Hoy prácticamente apenas existe una tienda de fotografía que no haya vuelto a destinar una de sus vitrinas a los carretes de película fotográfica, también un rincón del escaparate a la exposición de viejos dinosaurios de la prehistoria fotográfica. Y para algunos como yo, que nunca hemos dejado de ejercer la actividad en nuestro cuarto oscuro, no puede haber más satisfacción, como que un joven de catorce años se nos acerca a preguntar, qué carrete le aconsejamos para blanco y negro. Mi respuesta es: ¡cualquiera!, incluso hasta los carretes caducados guardan sorpresa. Que varíe, que los compare, pero que ahorre para un buen fotómetro de mano, un sekonic o un gossen sixtino , los clásicos, que de segunda mano se adquieren hoy bien baratos. Será el aparato que realmente le enseñe a dominar y dibujar con la luz, y que lo puede llevar consigo en el bolsillo sin necesidad de tener la cámara. Se convertirá en el mejor juguete cuando lo active en situaciones diversas de luz y escoja qué apertura o tiempo podrá aplicar en cada situación. Cierto es, que hoy disponemos de aplicaciones de fotómetros para el teléfono, que además simulan a los más clásicos. Hubo un tiempo en el que el fotómetro era al fotógrafo lo que el fonendoscópio al médico de urgencias.
La reflexión que quisiera transmitir hoy, es: que aquella foto que comercialmente se produjo en muy pocos minutos, me dejó satisfecho gracias a todo un ritual previo, consistente en el paseo a la charca, en la incorporación del trino de los pájaros y los matices de la brisa, así como de una intima y erótica sesión previa. Una especie de ménaje à trois entre el chelo, la sultana y yo; que fueron sin duda el caldo de cultivo, la preparación o entrenamiento para una foto que, como veréis, no muestra ni a la charca, ni a los juncos, ni mucho menos a la brisa. Sin embargo, cada vez que la contemplo, todos aquellos protagonistas siguen estando para mi presentes. Esa fotografía es, en definitiva, un Haiku.
Quisiera terminar, confesando, que la persona responsable de la foto del chelo del maestro Rasim Abdullayev, que además estuvo presente en la sesión y que por tanto es un elemento clave del Haiku, es su hija Ulviyya, mi esposa.
Múnich 20 de octubre 2022